Durante siglos el monte Testaccio fue considerado como un basurero al que iban a parar las ánforas que contenían los más diversos productos que procedían de todos los confines del basto Imperio Romano. Efectivamente esos recipientes venían de lejos, más del 80 % provenían de la Bética (actual Andalucía) y el resto, del Norte de África. En su interior albergaron lo que hoy consideramos una de las bases de la dieta mediterránea, el aceite de oliva. Estamos hablando, por tanto, de una colina de 50 m de alto y 1490 m de perímetro formada artificialmente con el barro de las ánforas vacías que se iban desechando. Con el tiempo, la Naturaleza fue haciendo su labor en este monte, al lado del Tiber y a los pies del Aventino, cubriéndolo de vegetación.
El nombre actual deriva del término latino testum. Se referían con él a los trozos de vasijas de barro cocidas. En español evolucionó hasta la palabra tiesto.
Este vertedero de ánforas rotas fue constantemente utilizado entre los siglos I y III dc, pero no sería hasta el siglo XIX cuando se cayó en la cuenta de que aquellos desechos que conformaban la colina eran un enorme documento de la actividad económica de los antiguos romanos. Las vasijas llegaban a Roma con una serie de datos escritos, a modo de cualquier etiqueta de un producto de hoy en día. De esta manera se puede conocer la procedencia del envase, el horno donde fue fabricado, el nombre del propietario del aceite que contenía, el número del lote al que pertenecía y en muchos casos, día, año de fabricación y nombre del encargado de controlar la producción. Por supuesto, peso y nombre del mercader quedaban también registrados. Toda una serie de medidas para que ningún detalle pudiera escapar a los ojos de los empleados del Fisco.
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