Aunque acostumbramos a asociar el nombre de Diógenes con un síndrome que designa una patología mental consistente en la acumulación enfermiza de objetos, nada más lejos de la realidad del gran filósofo cínico nacido en Sinope, a orillas del Mar Negro hacia el 410 ac. Tal era su frugalidad y desprecio por las cosas materiales que vivía como un auténtico vagabundo en las calles de Atenas. Dormía en una tinaja y como únicas posesiones tenía un bastón, un zurrón y una escudilla para beber. Este último utensilio llegó a sobrarle cuando vio a un niño bebiendo agua con las manos. Arrojó el cuenco diciendo: “Un muchacho me gana en simplicidad”. Diógenes no escribió nada, su forma de vida alejada de todo boato, a pesar de ser hijo de un banquero, y su aplastante sinceridad teñida de ironía, fueron los instrumentos con los que denunció los vicios de su época. Nada material nubló su mente, donde habitaba un profundo y certero conocimiento de la naturaleza humana.
Diógenes tirando la escudilla- Nicolás Poussin,1648. Museo del Louvre
Diógenes- Jhon W. Waterhouse,1882
Una anécdota que ejemplifica el desdén que el
filósofo sentía por el poder político es un supuesto episodio con Alejandro
Magno. El encuentro es posible que se hubiera producido en Corinto, aunque el
diálogo entre ambos forma totalmente parte de la leyenda. Alejandro se acercó
al viejo pensador y le dijo: “Pídeme lo
que quieras”. Diógenes que a descarado e insolente no le ganaba nadie, le
contestó: “Apártate y no me hagas sombra”.
Así que el mismísimo rey de Macedonia y del Imperio persa se marchó diciendo: “Si no fuera Alejandro, yo quisiera ser
Diógenes” (no andaba mal de ego tampoco Alejandro).
Diógenes y Alejandro- Sebastiano Ricci (1659-1734)
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