lunes, 30 de mayo de 2016

ISABEL DE PORTUGAL, la muerte del gran amor del Emperador


   Isabel de Portugal (Lisboa, 1503- Toledo,1539), esposa de Carlos I de España,  murió con tan solo 36 años. La delicada salud que arrastró a lo largo de su vida de daba un aspecto frágil, de cuerpo delgado y tez muy blanca. Paradójicamente, con esta imagen cumplía los cánones de belleza del siglo XVI.
  En su testamento pidió no ser embalsamada, por lo que en el viaje de su cadáver a Granada, la naturaleza hizo los estragos naturales en el cuerpo. La comitiva iba presidida por Francisco de Borja, duque de Gandía y caballerizo de la Emperatriz (llegaría a ser proclamado santo), y por un Felipe II aún niño. El 16 de mayo de 1539 llega el tétrico cortejo a la catedral de Granada. Como formalidad para su identificación, se abre el féretro y se retira el velo que cubría el dulce rostro de la Emperatriz. El duque queda demudado ante el dantesco espectáculo y pronuncia las siguientes palabras: “ No puedo jurar que esta sea mi emperatriz, pero sí juro que es su cadáver el que aquí ponemos y juro también jamás servir a señor que se pueda morir”
   Isabel pasó a la Historia, no solo por su belleza y por ser la esposa del hombre más poderoso del mundo, sino también por el sentido de Estado mostrado en las largas ausencias del Emperador (poco tiempo permanecía en tierras españolas), que nunca contrajo nuevo matrimonio.

   JOSÉ MORENO CARBONERO pintó "LA CONVERSIÓN DEL DUQUE DE GANDÍA" en 1884. Representa el dramático episodio de la apertura del ataúd de la reina. Francisco de Borja aparece completamente derrumbado apoyándose en uno de los caballeros, después de contemplar en lo que se había convertido su bella señora. El patetismo de la escena se completa con el gesto del personaje que destapa el féretro tapándose la nariz ante el natural hedor que desprendía la carne en putrefacción y el niño horrorizado (¿Felipe II?) acompañado de una desolada dama.
   La luz es el elemento que juega el papel más importante para aumentar el carácter melodramático de la escena: es el ataúd y los ropajes mortuorios que penden de él, los que captan la iluminación dejando el resto de la estancia en penumbra. El dibujo de Carbonero es impecable, pero las texturas son proporcionadas por el predominio del color sobre la línea (la técnica de la pincelada suelta es ideal para transmitir sensaciones táctiles). Este último punto, junto con la teatralidad evidente del cuadro, recuerdan a los grandes maestros barrocos.
   La obra se puede admirar en el Museo del Prado. Se trata de un óleo sobre lienzo de 315 cm x 500 cm.



No hay comentarios:

Publicar un comentario