Zeus aborrecía a los hombres de la Edad de Bronce. Habían descubierto este metal y lo empleaban para fabricar armas con las que luego matarse entre sí. El dios de dioses decidió castigarlos enviando un diluvio que inundó toda la tierra. Prometeo, padre de Deucalión, advirtió a este y a su esposa Pirra del desastre que se avecianaba; así que la pareja se refugió en un barco hasta que las aguas descendieron y sus pies pudieron tocar tierra. Cuando Zeus vio el panorama que había provocado su ira se dio cuenta de que entre toda la humanidad solo se habían salvado dos personas, las únicas justas, dignas y que siempre habían acatado con resignación los designios de los dioses. Por eso cuando Deucalión declaró la soledad que sentían él y su compañera, el gran dios del Olimpo se mostró magnánimo y le concedió su deseo de compañía. Eso sí, la forma de conseguirlo era un tanto peculiar: Deucalión y Pirra debían de lanzar los huesos de su madre por encima de sus hombros sin volver la vista atrás. La buena mujer se escandalizó ante lo que consideraba un acto sacrílego, hasta que se dio cuenta que Zeus había empleado una metáfora. Lo que debían hacer es tirar los huesos de la Madre Tierra Gea, o sea, piedras. De las que lanzó Deucalión nacieron hombres y de las tiradas por Pirra, mujeres.
PETER PAUL RUBENS recreó uno de los pasajes de este mito entre 1636-1637. Se trata de un óleo sobre tabla, de 26’4x41’7 cm, que se puede contemplar en el Museo del Prado. Las dos mitades de la pintura representan momentos distintos: a la izquierda, Deucalión y Pirra, con las cabezas cubiertas por paños, lanzan denodadamente las piedras sobre sus hombros, pero sin que ninguna caiga aún sobre el suelo; a la derecha, ya aparecen, desnudos y con aspecto desvalido, los humanos surgidos de los huesos de la Madre Tierra.
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